El desafío de la reina Carlota
Por Rafael Prieto Zartha
Cuando los asistentes a la Convención Demócrata lleguen a Charlotte en septiembre de 2012 se encontrarán con una ciudad hermosa, que observada desde lo alto de cualquiera de sus edificios se ve como un extenso bosque encantado.
Bautizada como Charlotte, en 1762, como homenaje a la reina Carlota, esposa del rey Jorge III de Inglaterra, la hoy próspera metrópoli ha sido testiga perenne de la historia de Estados Unidos.
Por el camino indígena, que la cruzaba antes del arribo de los europeos, pasaron los conquistadores españoles, rumbo a la actual localidad de Morganton, donde la expedición comandada por el capitán Juan Pardo estableció el Fuerte San Juan en 1567, cuarenta años antes de que los ingleses fundaran la colonia de Jamestown (Virginia).
Durante la Guerra de Independencia, los británicos le dieron a Charlotte el apodo de “Nido de Avispones”, por la resistencia bélica que sus pobladores exhibieron en contra de las tropas del imperio inglés.
En la Guerra Civil fue escenario de enfrentamientos entre los rebeldes confederados y las fuerzas oficialistas de la Unión.
Hoy su área metropolitana cuenta con dos y medio millones de habitantes y su centro está adornado por hermosos rascacielos, centros culturales, museos, el estadio del equipo de fútbol americano de las Panteras y la Arena de baloncesto de los Bobcats, donde se realizará la convención.
Para enfatizar está que la pujanza que la ciudad denota se debe a la mano de obra hispana indocumentada, que ha participado en todas las construcciones que se han erigido en Charlotte en las últimas décadas.
Ya en 1986, un despacho de la AP, registraba el disgusto de funcionarios del difunto Servicio de Inmigración y Naturalización (INS) porque los “ilegales” estaban abandonando los campos agrícolas de las Carolinas para convertirse en obreros de construcción.
Además de los edificios del centro y los escenarios deportivos, incluyendo el inmueble del Salón de la Fama de NASCAR, los latinos sin papeles se han roto el lomo en el alzamiento de cada escuela, hospital, iglesia, tribunal, urbanización que se haya levantado recientemente en Charlotte.
La cárcel central, a donde van a dar los indocumentados que resultan detenidos para deportación por cometer infracciones de tráfico o no portar licencia de conducir, fue edificada con el aporte de albañiles hispanos.
“Nuestros antepasados construyeron las pirámides aztecas, ahora construimos las pirámides de Charlotte”, me dijo con sorna un obrero mexicano de piel cobriza durante una de las manifestaciones realizadas en Charlotte en pro de la reforma migratoria.
Y esa contribución ha tenido un costo de dolor. Las estadísticas del Departamento de Trabajo de Carolina del Norte señalan que desde 2002 un total de 135 hispanos murieron en accidentes de trabajo en el estado, con la mayoría de las fatalidades en sitios de construcción, y con un número significativo de los incidentes en Charlotte.
Lo paradójico es que desde 2006 se desató una guerra contra esa gente que desgastó sus órganos vitales en erigir las maravillas que verán y disfrutarán los convencionistas.
Desde la primavera de ese año hasta hoy, alrededor de diez mil indocumentados, que habían estado radicados en la ciudad, fueron puestos en proceso de deportación por medio del programa 287g que da facultades a agentes locales de actuar como oficiales de inmigración.
Pero no solo eso, el alguacil local también tiene a su merced la posibilidad de utilizar Comunidades Seguras, el otro programa de expulsión de indocumentados.
Esto pese a que un reporte del Instituto de Política de Inmigración (MPI), con sede en Washington DC, concluyó lo que se sabe y no se quiere admitir: que el objetivo de expulsar criminales del 287g no se está cumpliendo.
Como tampoco está cumpliendo la misma meta Comunidades Seguras, según un informe del Centro de Periodismo Investigativo de la Florida (FCIR).
Lo que están haciendo los dos programas en todo el país es deportar a gente trabajadora como la que transformó a Charlotte.
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