La ley es la ley
Por Rafael Prieto Zartha
Todo era legal, como lo gritan los que descalifican a los indocumentados
y los llaman ilegales.
Era 1945 y era legal que los estudiantes de origen mexicano asistieran a
escuelas diferentes a las que iban los blancos.
Pero la familia Méndez, radicada en la localidad Westminster, en el
conservador Condado de Orange, de California, había decidido retar la ley en los
tribunales.
En 1946, la Corte Federal de Apelaciones del Noveno Circuito determinó
que segregar a los estudiantes mexicanos y mexicoamericanos en escuelas
separadas era inconstitucional.
Entonces era legal que a los mexicanos se les negara la vivienda, que se
les asignara solo un día para asistir a las piscinas públicas y que el
contenido de la alberca después de que la usaran fuera evacuado, para
que no “contaminara” a los blancos.
Era un tiempo en que abiertamente se decía que no era conveniente que
estudiaran porque ¿quién iba a recoger las cosechas?
Siete años después de la pelea de los Méndez, la Corte Suprema de
Justicia emitió el veredicto de la demanda Brown contra la Junta de
Educación, que declaró también inconstitucional el concepto de
“separados pero iguales”, el cual había permitido legalmente la
segregación de los afroamericanos.
La lucha que terminó en un cambio radical para el país la inició el
reverendo J.A. De Laine en el condado rural de Clarendon en Carolina del
Sur.
La familia De Laine, que vivió momentos de horror, terminó radicándose en
Charlotte, la ciudad donde vivo.
Pero antes de salir de Carolina del Sur vieron su casa convertida en
cenizas, tras una acción del Ku Klux Klan.
Sin embargo, era legal discriminar a los afroamericanos en todos los
aspectos.
Tenían que tomar agua en fuentes diferentes a las de los blancos, se
tenían que sentar en lugares diferentes en los autobuses públicos y en
las cafeterías.
Todo eso era legal y está expuesto en la exhibición Coraje que presenta el Museo Levine del Nuevo Sur en Charlotte.
En estos tiempos se ha convertido en legal impedir que honestos
trabajadores puedan tener una licencia de conducir.
Se pretende impedirles conseguir trabajo, conseguir vivienda.
Se pretende que los directores de las escuelas reporten cuáles niños son
hijos de esos padres diferentes.
Se pretende que a los hijos de ellos, nacidos en territorio estadounidense, se les abrogue la ciudadanía.
Legalmente se impide que jóvenes con sueños puedan educarse, ir a la
universidad, y convertirse en profesionales.
Pero los que hablan de legalidad, simplemente se acogen al argumento de
que se les debe castigar por ser “ilegales”.
Está claro que no estamos en el tiempo del accionar desenfrenado del
KKK, pero de facto si se han asesinado hispanos solo por su condición de
ser diferentes en Long Island y Pensilvania.
Tampoco ha cambiado el resentimiento contra gente diferente como a la que
se desea expulsar del país después de que ha sudado la gota gorda
trabajando en este país.
Quienes los detestan no usan el vetusto hábito de terminación puntuda, ni
se anuncian para intimidar con cruces en llamas.
Ahora los que los detestan usan la cibernética y se autoproclaman patriotas.
¿Es patriota alguien que no quiere que un joven vaya a la universidad?
Yo no lo creo, y siento que es igual a esos que no querían que los
afroamericanos y los mexicanos se educaran en igualdad de condiciones,
porque esa era la ley.
No considero patriotas a los 130 mil que firmaron en Maryland para
repeler la ley que daba acceso a la universidad a los estudiantes
indocumentados en ese estado.
Tampoco es un patriota el político de California, Craig Huey, quien ha
dicho que los inmigrantes indocumentados son “terroristas domésticos”.
Pero, qué diablos, lo que hizo Hitler lo manejó con apego a la ley, igual que el presidente venezolano Hugo Chávez.
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