Félix Sabatés y la paradoja del
sueño americano
La historia de Sabatés comienza con
una niñez opulenta en Cuba, antes de la revolución, y pasa a un exilio en
Estados Unidos, a los 15 años, a donde llegó literalmente con una mano atrás y
otra adelante.
Siendo el mayor de siete hermanos,
le tocó trabajar inicialmente lavando platos y ollas en un hospital, para
después trabajar como un obrero en una fábrica de muebles para contribuir al
sostenimiento de la familia.
La leyenda dice que estacionaba y
lavaba automóviles en el aeropuerto de Charlotte, para posteriormente
convertirse en vendedor de vehículos de un concesionario.
Poco tiempo después vendría la
gloria. Sabatés se vincularía como vendedor de una empresa, de la que terminó
siendo propietario.
Sabatés tuvo la iluminación para
poner el mercado productos que marcaron historia en Estados Unidos, como los
juegos de Atari, Pac Man, Nintendo y Super Mario Bros.
Igualmente, estuvo tras la
producción y distribución de las computadoras Compac, como una alternativa al
monopolio que ejercían los ordenadores de IBM.
La empresa llegó a tener más de 12
billones de dólares en ventas anuales.
Siendo ya un multimillonario,
Sabatés, invirtió en el sector de los deportes, llevando a Charlotte algunos de
sus clubes profesionales.
Fue coautor de la existencia de la
franquicia del equipo de baloncesto de los Hornets de Charlotte, y después de
los Bobcats. También impulsó al equipo de hockey de los Checkers.
Pero su pasión deportiva han sido
las carreras de autos de NASCAR. La vinculación de Sabatés con lo óvalos data
de la década de los ochenta y actualmente es copropietario de la escudería de
Ganassi.
El cubando ha sido reconocido como
un filántropo que ha hecho aportes a la Universidad de Elon y al Colegio
Universitario Belmont Abbey, en Carolina del Norte.
Sabatés hace parte de varias juntas
directivas de instituciones de salud y educación.
Registrado como republicano, fue el
único latino presente en una cena de recaudación de fondos para una de las
campañas del expresidente George W. Bush, en el centro de convenciones de
Charlotte a la que acudieron más de mil donantes, que pagaron más de mil
dólares por un paquete de papas fritas, unas nueces y dos pedazos de chocolate.
Lo entrevisté, sirviendo de
“freelance” para Univisión, cuando contrató al piloto Juan Pablo Montoya, para
que compitiera en NASCAR.
Nos llevó al camarógrafo Eduardo
Chávez y a mi por los vericuetos del taller de su escudería, donde no había una
gota de aceite en el piso que era de color blanco.
El año pasado en el inicio de la
temporada de carreras de NASCAR, me dijo que la clave para atraer el mercado
hispano a los autódromos era encontrando un piloto mexicano que fuera exitoso.
Este año volví al tour de NASCAR en
Concord, y cuando llegué a la mesa, en que dialogaba con los periodistas, lo
escuché hablar de su dura experiencia de su juventud, de la opresión que se
vive en Cuba y de lo grandioso que es este país.
Dado que estaba tocando temas
sociales, le pregunté sobre la situación de los jóvenes indocumentados
amparados por la acción diferida, a los que el estado de Carolina del Norte les
ha estado negando la expedición de licencias de conducir.
Le dije que muchos de esos muchachos
tendrían 15 años, como los 15 que él tenía cuando llegó al país.
Me quedé de una pieza cuando me
respondió que no tenían derecho a los permisos de manejar y que a sus padres
los deberían deportar.